La heredera, un linaje, una promesa - Capítulo 1

sábado, diciembre 02, 2023 0 Comments A+ a-

 

 

CAPÍTULO 1

 

SAN JUAN

 

 

San Juan, un pueblo que parece detenido en el tiempo, ubicado entre las montañas que ocultan las costas marinas de las grandes ciudades.  Allí, las costumbres ancestrales y la religión, privan sobre lo moderno y las tecnologías.  La vida cotidiana de los residentes, se desarrolla entre las dos únicas calles empedradas que lo comprenden y que se encuentran bordeadas por humildes pero muy bien conservadas casas, todas pintadas de blanco y en cuyos frentes mantienen sus angostas y muy altas puertas y ventanas de madera con marcos de colores llamativos, que dan directamente a la calle al estilo de la época colonial y que parecen haber sido hechas por la misma persona.

 

El pueblo debe su nombre a la quebrada de San Juan, una especie de riachuelo que nace de unos manantiales existentes en la cima de una de las montañas que componen la cordillera de La Seducción, llamada así porque vista desde lejos parece formar la silueta de una hermosa mujer desnuda acostada boca arriba.

 

Los manantiales de la quebrada de San Juan, drenan sus aguas a un reservorio en forma de lago que nunca se seca y que dejan rebosar sus aguas al cauce de la quebrada que baja serpenteando por el costado de una de las montañas y riega las tierras del valle antes de seguir su camino hacia el mar. 

 

La muy amplia calle principal del pueblo, delicadamente empedrada y tradicionalmente decorada por los grandes porrones de barro que, a falta de jardines en las casas, los habitantes acostumbran colocar frente a sus casas para exhibir sus plantas florales. Esta calle, recibe el nombre de «calle Piedad» en honor a una noble anciana que se encargaba de la parte religiosa en los tiempos antes de que se construyera la iglesia.  La calle Piedad se orienta de forma completamente recta y sin desviaciones, de sur a norte, perpendicular a la carretera principal que comunica a la capital con el resto de las ciudades del oriente.

 

De la misma forma que la calle Piedad; la segunda calle, un poco más nueva que la principal, recibió el nombre de «calle Martirio» por ser la calle en donde vivía una mujer de nombre Martirio Núñez, que llegó a San Juan, poco tiempo después de fundado el pueblo y que era la dueña de un bar en donde funcionaba un burdel que ella misma regentaba y en donde acudían la mayoría de los hombres del pueblo para beber y compartir con las chicas que ella dirigía y acostumbraba traer desde otras ciudades.

 

Aunque han pasado muchos años y generaciones, desde que Martirio Núñez muriera y el burdel desapareciera, la calle ha seguido mantenido su nombre y su reputación, pues en la actualidad, al final de esa calle,  se encuentra instalado un bar en donde funciona un burdel al estilo de épocas anteriores y cuya única competencia es un pequeño y muy viejo negocio en donde además del consumo de alcohol, los hombres del pueblo acostumbran acudir para jugar barajas y dejar en las mesas el poco dinero que logran conseguir durante la semana.

 

A mitad de la calle Piedad, existe un desvío hacia un camino finamente empedrado y bordeado por pequeños muros de piedras también pintadas de blanco y con pequeñas macetas de plantas florales muy bien mantenidas que lleva a una suave y hermosa colina en donde se encuentra la mansión de la familia Medina, una enorme casona al estilo colonial, totalmente pintada de blanco y que desde siempre ha pertenecido a la familia Medina, los reales fundadores del pueblo, y que son los dueños de todos los terrenos agrícolas de la zona del valle y de quien dependían todos los pobladores para su subsistencia, pues para aquella época, todos los que vivían en San Juan sin excepción, trabajaban para el señor Raimundo Medina, quien les permitía construir sus casas a orillas del camino, dentro de los terrenos de su propiedad como parte de la retribución por su trabajo.

 

La mansión de los Medina, además de su residencia, es la entrada obligatoria a la enorme plantación de café que da vida a toda la región desde tiempos atrás cuando el señor Raimundo Medina decidió sembrar gran parte de sus terrenos con una variedad de plantas de café llamada «Coffea Canephora» a la que se le conoce popularmente como «robusta» y que él mismo, luego de un gran estudio de la tierra y el ambiente, trajo desde el occidente africano.

 

Las plantas de robusta se diferencian de las otras especies de café por su baja estatura y su gran resistencia a los climas calurosos y a la famosa y muy conocida plaga del café denominada «roya» y que puede acabar en muy poco tiempo con toda una plantación si se le descuida y no se trata a tiempo.

 

En un principio el señor Raimundo experimentó con dos de las variedades de café robusta, la «Conilón» y la «Kuoilloi», pero en pocos años pudo observar que la que mejor se adaptaba a las características del terreno del valle de San Juan era la variedad Conilón, por eso decidió invertir todo su esfuerzo en la siembra de esta especie.

 

Hoy en día, la plantación cuenta con una siembra renovada de 6.000 plantas adultas de robusta Conilón por hectárea, a las que logran cultivar cuatro veces al año para obtener una producción de poco menos de un kilo de cerezas de café por planta que son almacenados y procesados en los galpones de la planta que trabaja las 24 horas del día, los siete días de la semana e impregna el aire de todo el valle con los agradables olores del café tostado.

 

Luego de varias generaciones, los únicos habitantes de la mansión es la descendiente de Emma Medina, una tátara tataranieta del señor Raimundo Medina, que por esos devenires de la vida terminó por perder el apellido Medina y adquiriendo el de su esposo, Diego Alonso, un español recién llegado, del que se enamoró y con el que se casó a pesar de la férrea oposición de su familia por su expresa apatía a la siembra del café y su marcada preferencia al vino de uvas en donde invirtió una enorme cantidad de dinero de la herencia de los Medina sin lograr conseguir cosechar nada.  Por ese motivo, luego de la desaparición física de los fundadores originales, la responsabilidad de la dirección de la plantación recayó sobre Emma que, debido a la apatía de su esposo debió luchar sola para mantener el legado de su familia.

 

 

Emma Medina y Diego Alonso tuvieron una sola hija, a la que llamaron Laura.  Consciente de que algún día ella sería la encargada de mantener vigente el legado de la familia Medina; Emma se dedicó a enseñarle desde muy pequeña todo lo relacionado con la producción de café, a tal punto que cuando era una adolescente ya estaba en plena capacidad de dirigir sola la plantación, aun cuando la rebeldía de su edad la hacía pensar siempre en abandonar San Juan y todo lo que representaba para viajar a la capital y estudiar.

 

A pesar de toda su historia, la vida en San Juan ha seguido su curso normal. Aunque los tiempos hayan cambiado y ya nadie trabaje para los Medina.

 

Laura Alonso, la hija de Emma Medina, la heredera de todas las propiedades; se ha convertido ahora en una hermosa mujer, de unos 35 años que, haciendo honor a la tradición de la familia, se vio obligada a olvidar sus deseos juveniles y cumplir con la promesa que le hizo a su madre de permanecer en San Juan y velar por el bienestar de la plantación y las necesidades del pueblo y su gente.

 

Desde muy joven, habiendo muerto su madre de un cáncer muy agresivo que la consumió en muy poco tiempo y luego de la trágica muerte de su padre, en un accidente de carretera cuando regresaba de la capital y no habiendo más descendencia que ella; Laura Alonso, que desde pequeña quiso irse a la ciudad para estudiar e ingresar a la universidad y estudiar leyes, debió hacerse cargo de la plantación y por ese motivo, a pesar de saber que la plantación es su herencia y su sustento, culpa al pueblo y a su gente por su frustración y se ha convertido en una mujer amargada con la que nadie tiene trato alguno desde hace varios años y que trata por todos los medios de desentenderse de las operaciones de la plantación de café, dejando todo en manos de su administrador y el capataz.

 

Debido al sentimiento de frustración que mantiene Laura Alonso, desde tiempos atrás y el rencor que siente hacia el pueblo y su gente, ha decidido no contratar para las cosecha a las personas del pueblo y para ello usa personal foráneo que su capataz se encarga de conseguir y trasladar desde otros pueblos cercanos.

 

La economía es algo elemental en cualquier sociedad y en San Juan, se ha visto muy afectada desde hace algunos años; por eso en la actualidad se sostiene en gran parte gracias a los visitantes que se desvían de la carretera principal para descansar un poco del largo viaje, cuando se dirigen a las playa de la costa.  Mientras descansan, aprovechan para conocer el pueblo y disfrutan de un buen almuerzo en La Fonda;  un lugar en donde su dueña, la señora Belén Álvarez y sus dos hijas, se han hecho casi famosas por el sustancioso y muy solicitado sancocho de cruzado, que por demás, venden a un precio muy solidario.  Este sancocho es una especie de sopa hecha a leña, a la que se le agrega, además de pollo o gallina, pedazos de carne de res, que junto a las verduras que lo complementan y las hierbas que utiliza, hacen que todo aquel que lo consuma, quede completamente satisfecho y sin ánimos de hacer otra cosa más que descansar.

 

Para los visitantes y los habitantes del pueblo, todo lo necesario se encuentra en los pocos negocios que hacen vida en las únicas dos calles y que han sido creados por los residentes a medida que se les han ido dando las necesidades económicas y las oportunidades.

 

Al comienzo de la calle Piedad se encuentran la mayoría de los puntos importantes y de referencia histórica de San Juan.  Podemos encontrar, casi en la entrada del pueblo, la única plaza, a la que nunca le han puesto un nombre y que sirve de redoma de interconexión entre las dos calles que componen el pueblo.  Frente a la plaza se encuentra la pequeña pero muy bien mantenida iglesia de Nuestra señora del Socorro, que a su vez se encuentra al lado de la escuela, en donde los chicos del pueblo pueden estudiar desde la primaria hasta el bachillerato y que se mantiene a cargo del párroco de la iglesia, que funge como director y se encarga de regular de forma implacable el comportamiento de todos los chicos del pueblo.

 

La alcaldía, recién instituida, también se encuentra ubicada en una pequeña casa frente a la plaza, y a su lado la pequeña biblioteca pública que también funciona como museo del pueblo, mostrando fotografías y fragmentos históricos coloniales que datan desde su fundación.

 

Justo al frente de la fonda, solo cruzando la calle, está la heladería de la señora Rosa Torres, que atiende desde una ventana de su casa y que a pesar de ser algo muy rudimentario, gracias al turismo gastronómico que provoca la fonda del pueblo, esta heladería tiene muy buenas ventas y también es muy conocida y nombrada por la gran cantidad de sabores tradicionales y propios con los que Rosa hace las mezclas para sus helados.

 

La bodega del pueblo, lugar casi de visita obligada para todos; residentes o visitantes, es atendida por su dueño Héctor Fuentes, que la heredó de su padre y este a su vez del suyo, que también la heredó del suyo. Es un negocio que ha mantenido su nombre por generaciones. Se encarga desde siempre de suministrar todo lo relacionado con comestibles; se surte de las cosechas de los pequeños agricultores locales y de un viejo camión que lo visita una vez al mes y le deja todo lo que le hace falta y que trae desde la ciudad más cercana ubicada a más de 200 km.  Esta bodega, ubicada en la mitad de la calle Piedad, aún mantiene su estructura de siempre.  Tiene un gran mostrador de madera vieja y muy curtida por el tiempo en donde el señor Héctor se mantiene por costumbre, recostado tras él y delante de una serie de estanterías en donde exhibe la mercancía, esperando a que los pocos habitantes del pueblo, entren a la bodega a comprar algo, que por lo general termina siendo «un fiado» que el señor Héctor anota en un cuaderno, a la espera de que en algún momento el vecino deudor cancele o abone algo a  la cuenta.

 

El ambiente de San Juan, es de mucha tranquilidad, mientras el clima seco y caluroso de gran parte del año, hacen su parte.  El viento sopla por lo general a lo largo de las calles trayendo consigo nubes de fino polvo que terminan por depositarse sobre las angostas aceras y en los marcos de las altas puertas y ventanas de todas las casas y que sus habitantes limpian incansablemente con unas pequeñas escobas de mano hechas de forma artesanal, para evitar su excesiva acumulación a la espera de que las lluvias terminen de hacer su trabajo.

 

A pesar de ser un pueblo tranquilo, desde el mismo instante de la instalación de la alcaldía, como parte de las promesas realizadas por el actual alcalde en su campaña, San Juan cuenta con una delegación de policía, en la que permanecen para proteger a los habitantes del pueblo, un comisario, cuatro agentes y una patrulla, enviados desde la comandancia general de la ciudad de Soledad.

 

En las calles de San Juan, sabiendo buscar bien, se pueden encontrar costureras, albañiles, plomeros y uno que otro pequeño negocio que con el tiempo se han ido estableciendo en las casas de sus habitantes y que contribuyen a dar vida al pueblo.

 

 

Aun cuando todo aparenta estar en calma en San Juan, todos los días del año ocurre algo nuevo.  Precisamente hoy cuando van a ser las once de la noche y la penumbra invade toda la calle Martirio, débilmente iluminada por los pobres bombillos colocados en los pocos postes del alumbrado público, una mujer vestida con bata de casa y con un paño sobre sus hombros, se detiene en medio de la calle frente a la puerta del bar de Olga, en donde se puede escuchar la música y las risas de las mujeres de la vida alegre que allí conviven.  La mujer de poco más de unos 50 años va armada de un grueso palo que blande amenazante al tiempo que grita:

 

—Juan Carlos... sé que estás allí dentro... quiero que salgas inmediatamente y regreses a la casa conmigo.

 

Se trata de la esposa de Juan Carlos Ortega, que grita insistentemente, visiblemente molesta sin obtener respuesta, provocando que a pesar de la hora, los vecinos salgan a las puertas y algunos se asomen por las ventanas de sus casas intrigados por los gritos de la mujer.  Una de las vecinas que no pierde tiempo en asomarse para averiguar lo que ocurre es Luisa López, una conocida mujer de poco más de 60 años, que vive sola en una de las casas de la calle de Martirio, muy cerca del bar de la señora Olga, y que tiene la costumbre de permanecer muchas horas de la noche, mirando tras la cortina de una de las ventanas de su casa hacia la entrada del bar, para saber quién entra y quien sale, solo con la finalidad de poder comentarlo al día siguiente.  Luisa muy reconocida por todos en el pueblo por ser una ferviente creyente de Dios y asidua visitante de la iglesia, también es muy conocida por los chismes que hace rodar por todo el pueblo sin medir las consecuencias y que en ocasiones termina por crear muchas discordias.

 

—Juan Carlos, sal de una vez —vuelve a gritar la mujer.

 

Dentro del burdel, todos se han puesto a resguardo alejándose de la puerta y la señora Olga, la dueña del local le exige a Juan Carlos que salga de una vez y enfrente a su mujer para evitar que ella entre y ocasione males mayores, pero éste, temeroso de lo que pueda hacer su mujer al verla armada con el palo que blande en su mano derecha no accede a salir.

 

—Si no sales, entraré por ti y verás de lo que soy capaz —amenaza la mujer.

—Está bien mujer, voy a salir —grita desde dentro del burdel Juan Carlos que ya no aguanta más las presiones de todos los presentes en el local.

—Entonces, sal de una vez —exige la mujer.

 

Desde la ventana de la sala, Luisa observa todo el espectáculo sin perder detalles, ella conoce muy bien a la mujer y sabe que algo puede ocurrir.

 

Luego de un momento de duda, Juan Carlos sale a la calle y se reúne con su mujer que al verlo, sin mediar palabras empieza a golpearlo por la cabeza con el palo, haciendo que el pobre hombre deba correr por el medio de la calle mientras ella le persigue de igual forma gritándole obscenidades.

 

—Si... corre sinvergüenza, cuando llegue a la casa verás lo que voy a hacer contigo... no te volverán a dar ganas de reunirte con esas putas otra vez.

—Pero mujer, yo no estaba haciendo nada malo —se excusa Juan Carlos desde lejos.

—Segura estoy de que no estabas rezando, sinvergüenza —continúa gritando la mujer que por momentos corre tras él por el medio de la calle.

 

Una media hora más tarde, luego del incidente, la tranquilidad regresa a la calle Martirio y los vecinos poco a poco entran a sus casa y cierran las puertas y ventanas para dejar que la noche siga su curso y dar paso a la llegada de un nuevo día.

 

Por lo general, como ocurre en cualquier pueblo, la bodega y la barbería son los sitios preferidos para reunirse a cualquier hora del día e intercambiar comentarios y chismes entre los habitantes, pues allí es donde acostumbran acudir las conocidas chismosas del pueblo para hablar mal de todo el mundo, sobre todo de las mujeres que tienen la mala suerte de estar solas por haber perdido a sus maridos.

 

A la bodega del pueblo, también acostumbran asistir los no tan ancianos para reunirse y jugar un poco de damas o dominó, sentados en unas viejas sillas de madera y cuero, alrededor de una pequeña mesa cuadrada que el señor Héctor mantiene a un lado de la entrada y que, en ocasiones, ellos mismos sacan a la acera para no molestar en el negocio o en las temporadas de mucho calor, aprovechar un poco de la brisa que circula por la calle.

 

En este preciso momento, cuando se aproxima la media mañana, se encuentran sentados en las sillas, desde muy temprano, José Salas y Marco Torres, el marido de la señora Rosa, la dueña de la heladería del pueblo.  Ellos son dos de los mayores que frecuentan la bodega de Héctor y esperan a que él termine de atender a unas clientas, para poder continuar la conversación que mantenían antes de que ellas llegaran. 

 

Mientras los hombres conversan animadamente, llega a la bodega la señora Luisa, que la noche anterior presenció el espectáculo dado en plena calle por Juan Carlos y su esposa.

 

—Buenos días Héctor —dice la señora Luisa al acercarse al mostrador.

—Buenos días, ¿qué necesita hoy, señora Luisa? —pregunta Héctor que poco antes había terminado de atender a las otras dos señoras.

—Dame una botella de salsa de tomate y dos latas de sardinas, por favor.

—Aquí tiene, señora Luisa —dice Héctor colocando lo pedido sobre el mostrador—. ¿Dígame, lo va a cancelar o se lo anoto en su cuenta?

—Por favor, anótalo en mi cuenta porque me vine sin dinero —se excusa la mujer.

 

Luisa, espera pacientemente a que Héctor anote lo adeudado en su cuaderno y luego toma las cosas del mostrador y se dirige a la puerta, pero antes de salir se detiene frente a los hombres de la mesa para decir:

 

—Es posible que hoy no puedan ver a su amigo Juan Carlos.

—¿Por qué lo dice, señora Luisa? —pregunta con interés el señor José desde la mesa.

—Ayer cerca de la medianoche estaba en el bar de Olga y llegó María, su mujer a buscarlo y tuvieron una discusión fortísima, donde María se lo llevó para su casa mientras le daba con un machete por todas partes —cuenta la mujer.

—Que lamentable —expresa Marco a lo dicho por la mujer que luego de terminar de contar de forma alterada lo ocurrido; sin más, se marchó de la bodega.

 

Los hombres por su parte quedan comentando lo ocurrido a su amigo, mientras Héctor opina en voz alta desde el mostrador:

 

—La señora Luisa no cambiará nunca, ¿alguno de ustedes le preguntó por Juan Carlos?

—Ella no necesita que nadie le pregunte, ella es como un periódico, debe dar la noticia, si o si —comenta el señor José.

 

En muy poco tiempo, gracias a la señora Luisa y a las otras chismosas del pueblo, lo ocurrido la noche anterior es conocido por todos y cada uno de los habitantes de las dos calles de San Juan, pero como es costumbre, en muy poco tiempo la noticia se hace vieja para dar paso a otro chisme nuevo que enciende el ventilador de los comentarios.  En esta oportunidad se trata de Sara, la hija mayor de Belén, la dueña de la fonda, que mantiene un amorío con uno de los trabajadores de la plantación, de nombre Amado Hernández, que vive en uno de los pueblos vecinos a San Juan y que acostumbra reunirse en secreto por las noches con ella en la plaza del pueblo, bajo uno de los frondosos árboles que la adornan.

 

Gracias a las chismosas del pueblo, el amorío de Sara y Amado se ha hecho conocido en San Juan y ha llegado a los oídos de Belén que no ha tardado en advertir a su hija de las consecuencias de lo que está haciendo.

 

Belén es una mujer que fue abandonada por su marido hace muchos años y en ese entonces la dejó sola con dos niñas pequeñas a las que tuvo que criar y educar sola con mucho sacrificio y por las que ha logrado hacer y tener todo lo que hoy en día posee.  Es una mujer blanca de poco más de 50 años muy conocida por todos, de origen campesino, de cabello largo y muy negro que siempre lleva bien recogido; de poco hablar, pero muy cordial en el trato con los demás, que no duda en ayudar a quien lo necesita y que aun cuando no frecuenta la iglesia tampoco se jacta de sus buenas acciones.

 

Sara por su parte, una joven alta, delgada y muy agraciada de unos 25 años, completamente inexperta y locamente enamorada por primera vez, no mide las consecuencias de su relación con Amado y pasando por alto las recomendaciones de su madre, insiste en mantener vivo su amor aunque las viejas del pueblo; como ella misma las llama, hablen de ella.

 

En tiempos anteriores era común ver a las personas caminar por las calles desde muy temprano hacia la plantación para incorporarse a sus turnos de trabajo; hoy en día, solo se puede ver caminando a los habitantes de San Juan cuando cruzan la calle de una acera a otra o cuando se dirigen a algunos de los pocos negocios improvisados.

 

Como parte de las medidas de segregación de la heredera hacia el pueblo, en estos últimos tiempos, la plantación utiliza unos pequeños autobuses que se encargan de recorrer las distintas rutas de los pueblos y caseríos aledaños a San Juan para recoger al personal que cumple los tres turnos laborales y que en muy raras ocasiones se detienen en el pueblo, pues los choferes tienen expresamente prohibido hacerlo.

 

En este preciso momento, la segunda temporada de cosecha del café ha empezado y la plantación se ve muy activa y concurrida por los recolectores. Personas de mediana edad que han hecho ese trabajo por años y jóvenes que lo hacen por primera vez, invaden los campos de la plantación, portando en su cintura unas maras para echar las cerezas maduras de café, que luego son vaciadas en los transportadores que los llevan hasta los galpones de almacenamiento para ser seleccionados y enviados a procesar en las máquinas que se encargan de quitarles la piel y dejar limpias las almendras que luego han de ser llevadas a las secadoras antes de pasar a los hornos para ser tostadas.

 

Desde la parte más alta de la plantación, por donde se ubica la carretera de servicio que comunica a los galpones con los campos de siembra, existe un sitio llamado «el mirador» desde donde puede verse perfectamente como los recolectores, cubriendo sus cabezas con grandes sombreros que los protegen del sol, hacen su trabajo y llenan rápidamente las maras con las frutas de color rojo intenso de cada uno de los arbolitos que sembrados en línea, uno tras el otro y separados por poco menos de dos metros dibujan el paisaje de gran parte de los terrenos del valle de San Juan.

 

En la entrada del pueblo, como es la costumbre una vez al año, coincidiendo con estas fechas de la segunda temporada de cosecha del café en la plantación, la alcaldía ha colocado hoy un enorme cartel publicitario que hace referencia a la gran feria que tendrá lugar en los próximos días a beneficio de la escuela del pueblo que amerita algunas reparaciones y gracias a esta feria en donde colaboran todos los habitantes, estiman recaudar de los turistas y los empleados de la plantación, suficiente dinero para hacer las reparaciones que son necesarias y que la alcaldía no puede costear por la falta de dinero que padece.   Fue así, como en las últimas ferias lograron recaudar lo necesario para la construcción del edificio de la alcaldía y la biblioteca pública que hoy ostenta San Juan.

 

Gracias a la intervención del alcalde, las grandes empresas cerveceras de la región, aceptaron colaborar con la música y colocando varios quioscos alrededor de la plaza y que los interesados puedan usarlos para exhibir sus productos y alimentos para la venta de una manera segura, limpia y muy organizada. .


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