Prejuicios - Capítulo 1
CAPÍTULO 1
LA TORPEZA DE ZOE
En la hermosa y muy bien decorada sala de una casa ubicada en una de las mejores urbanizaciones de la ciudad, tras un elegante escritorio de madera pulida, se encuentra una hermosa, elegante y muy conservada mujer blanca de cabello rubio y rizado, de poco más de 50 años, que discute con un hombre mayor, un poco pasado de peso, pero muy bien vestido con un traje de color gris. El hombre, que usa unos lentes negros de pasta, sentado frente al escritorio, en una butaca de alto espaldar, tapizada en piel y con brazos de madera que terminan en arabescos, toma notas rápidas en una libreta, de todo lo que aquella mujer le dice. La mujer, que parece saber muy bien lo que hace y que ahora se encuentra muy molesta, golpea el escritorio con su puño al tiempo que comenta:
—Ella se lo buscó. Debería agradecer que la
voy a ayudar.
—Cecil, debes entender que será muy difícil
sacar a Zoe del problema en el que se metió —explica el hombre.
—Debes hacer lo que sea necesario para
sacarla de allí —exige Cecil.
—Lo intentaré, sabes que siempre he podido
ayudarte con tus chicas.
—Lo sé, para eso te pago tanto dinero.
—No sé si nuestro amigo Sánchez pueda hacer
algo en esta oportunidad.
Cecil se levanta de la silla y camina
lentamente hacia la ventana y deteniéndose frente a ella, retira un poco la
fina cortina para ver discretamente hacia la calle mientras piensa un poco
antes de decir:
—Intenta hablar con él, ofrécele lo que
quiera, pero saca a Zoe de la cárcel.
Justo en ese momento, se abre la puerta de la
calle y entra a la sala una joven de piel blanca y cabello rubio, elegantemente
vestida, que al verlos reunidos no puede evitar preguntar:
—Buenas tardes Doctor Duarte, ¿ocurre algo?
—Hola Elizabeth, solo son los problemas de
siempre —explica el hombre para no entrar en detalles.
El doctor Carlos Duarte, es un abogado y
viejo amigo de la familia que siempre ha estado al lado de Cecil, dispuesto a
ayudar en lo que sea necesario.
Elizabeth al escuchar lo dicho por el doctor
Duarte, deja sobre una repisa al lado de la entrada su cartera y se acerca al
escritorio con la intención de integrarse a la reunión.
—Bien, ahora explíqueme lo que ocurre —exige
la joven, tomando asiento en una butaca frente al doctor Duarte.
—Hija, te aseguro que no es nada importante,
no debes preocuparte por eso —comenta con voz dulce Cecil, tratando de ocultar
el problema.
—Vamos mamá, se bien que el doctor Duarte no
vendría hasta acá solo para saludar —expresa Elizabeth—. Por favor doctor,
hable usted y dígame lo que ocurre.
El hombre ve con recelo a Cecil que permanece
inmutable y al no ver una señal de su parte que le indique lo contrario, decide
empezar a hablar.
—Bien, Elizabeth... —inicia el doctor Duarte—
se trata de Zoe.
—¿Qué pasó con Zoe? —pregunta agitada
Elizabeth.
—Hija, Zoe desobedeció mis órdenes otra vez y
aceptó acompañar a un cliente en un viaje a una isla del caribe —interviene Cecil.
—¿Y qué pasó? —pregunta Elizabeth.
—Cuando regresaba de su viaje, fue detenida
en el aeropuerto con un alijo de drogas en su maleta —termina de explicar el
doctor Duarte.
—¿Está detenida? —pregunta Elizabeth con
mucho interés.
—Sí, fue trasladada hoy a la cárcel de
mujeres, acusada de tráfico de drogas —comenta Cecil.
—Por Dios, ¿qué piensan hacer? —vuelve a
preguntar Elizabeth.
—No te preocupes hija, la sacaremos de allí,
el doctor Duarte se encargará de sacarla de ese embrollo al costo que sea.
Por un momento Elizabeth queda en silencio
como tratando de digerir lo que acaba de oír hasta que se le escucha expresar:
—Estúpida, le dije muchas veces que ese deseo
suyo de querer tener dinero rápido, acabaría por dañarle la vida.
—No te preocupes hija, ve a tu habitación y
hazte cargo de tus cosas que el doctor Duarte y yo nos encargaremos como
siempre de este problema —expresa con voz dulce Cecil.
—Es cierto, Elizabeth, no debes preocuparte
por eso, yo me encargaré de sacar a Zoe de ese problema —asegura el doctor
Duarte.
La joven, haciendo caso a la recomendación de
su madre, se pone de pie y tomando sus cosas de la repisa sale de la sala para
dirigirse a su habitación, no sin antes decir:
—Quiero estar enterada de todo lo que ocurra
con Zoe.
—Sí, querida, no te preocupes, te
mantendremos informada de todo —promete Cecil.
Elizabeth se aleja, dejando a su madre y al
doctor Duarte aun reunidos en la sala, tratando de establecer un plan a seguir
para poder librar a Zoe del problema.
—Cecil, si logramos sacar a Zoe de la cárcel,
¿qué piensas hacer con ella? —pregunta el doctor Duarte.
—Tendré que dejarla ir —expresa Cecil.
—La vas a dejar ir, luego de haber invertido
tanto dinero en su libertad —exclama el doctor Duarte con sorpresa.
—Así es, después de toda la mala publicidad
que ha adquirido no me sirve para este negocio.
—Es cierto, la pobre ha salido en todos los
diarios de la ciudad.
—¿Quién querría a una acompañante acusada de tráfico
de drogas? Lo siento mucho pero tendrá que seguir por su cuenta si quiere
seguir en el negocio, porque conmigo ya no podrá hacerlo.
—Será muy duro para ella.
—Sí, sé que lo será, pero yo la entrené y la
eduqué muy bien, si se va a otra ciudad donde no la conozcan, quizás pueda
salir adelante.
—Es una lástima, perderás a un buen
prospecto.
—Lo sé, pero hay muchas más de donde la saqué.
—Bueno, yo me marcho ahora, trataré de hablar
con el jefe Sánchez esta misma noche.
—Gracias Duarte, agradezco mucho todo lo que
haces por mí, aunque sea muy bien pagado.
El abogado se levanta de la butaca y haciendo
una pequeña reverencia, se despide y se dirige con paso firme hacia la
salida. Por su parte, Cecil que había estado
disimulando durante toda la reunión, vuelve a tomar asiento en su silla y se
inclina sobre el escritorio, apoyando la cabeza entre sus manos para luego
frotarse las cienes con sus dedos, intentando calmar el fuerte dolor que desde
hace algunos meses le aqueja.
Elizabeth que escuchó desde su habitación, el
momento en que el doctor Duarte se marchara, regresa junto a su madre para
encontrarla muy aquejada del dolor. De inmediato al verla en esa condición,
coloca en el piso el gran gato persa de color blanco, que llevaba en sus brazos
para acercarse a ella.
—Mamá, ¿tienes el dolor de cabeza? ¿Quieres
que te traiga tus pastillas? —pregunta Elizabeth.
—No hija, aquí las tengo, solo sírveme un
poco de agua.
Elizabeth se dirige rápidamente a la elegante
mesita de servicio que se encuentra en un rincón de la sala y tomando uno de
los vasos, sirve de una jarra un poco de agua y se lo alcanza a su madre.
—Toma mamá.
—Gracias hija, es este dolor de cabeza que no
se me quita nunca —expresa Cecil.
—Mamá, debes ir al médico, ya es demasiado
tiempo con ese malestar.
—Ahora no puedo hija, antes debo resolver el
problema de Zoe.
—Pero mamá, creo que te tomas muy a pecho los
problemas de las chicas, primero deberías cuidar de tu salud.
—No puedo hija, las chicas son las que
mantienen este negocio y mi deber es cuidar de ellas.
—Lo se mamá, pero si te ocurre algo, ¿quién
cuidará de ellas?
Cecil observa a su hija y guarda silencio por
un momento mientras saca de un pequeño frasco que toma de una de las gavetas
del escritorio, dos pastillas que coloca en su boca con manos temblorosas,
mientras bebe un poco de agua del vaso que le diera Elizabeth.
—Eso que preguntas, es algo que siempre está
en mis pensamientos —expresa Cecil—. Si me ocurriera algo, más que lo que pasará
con las chicas, me preocupa lo que pasará contigo, hija.
—¿Conmigo? A mí no me pasará nada, pronto
obtendré mi título de abogado y podré trabajar por mi cuenta.
—Lo se hija, eso fue lo que te prometí y
siempre quise para ti, pero la realidad es otra muy distinta y el tiempo me lo
ha enseñado. ¿Acaso crees que podrás
vivir igual que ahora con un sueldo de abogado?
—Claro que no mamá, pero estaré bien.
—Fue un gran error el que cometí, al no
haberte enseñado como es este negocio.
Cuando yo muera, todo este trabajo y esfuerzo que he realizado se
perderá.
—Ya habíamos hablado de eso mamá, yo no soy
como una de tus chicas.
—Lo se querida, pero el mundo se mueve con
dinero y ese se consigue en negocios como este.
—Puedes decir lo que quieras mamá, pero
tendrás que ir al médico esta misma semana.
—Sí, está bien, será como tú quieras.
Mientras madre e hija conversan, un fornido
hombre de traje negro ingresa sin aviso a la sala.
—Madame, si no me necesita más, quisiera
irme, tengo algunas cosas personales que hacer —expone el hombre desde cierta
distancia.
Se trata de Oscar Arias, el jefe de seguridad
y guardaespaldas personal de Cecil y su hija.
Un hombre de piel blanca, muy fornido que tiene como trabajo velar por
la seguridad de las chicas y los alrededores de la casa.
—Está bien, Oscar, nos vemos en la mañana,
puedes irte —expresa Cecil.
—Gracias Madame, los muchachos quedan
encargados de todo y cualquier cosa me avisarán de inmediato.
—No te preocupes Oscar, hoy no pasará nada
malo.
El hombre hace una pequeña reverencia antes
de retirarse y saluda con la cabeza a Elizabeth que se encuentra junto a su
madre.
* * *
A la mañana siguiente, cuando van a dar las
9:00 de la mañana y todos se disponen a desayunar, tocan a la puerta y una de
las empleadas acude a abrir. Se trata
del doctor Duarte quien trae noticias del caso de la joven Zoe y es conducido
hasta el comedor.
—Madame, el doctor Duarte ha llegado —dice la
muchacha de servicio.
—Bien, hazlo pasar —responde Cecil.
El doctor Duarte, que acostumbrado por años
al protocolo establecido en la casa de Cecil, espera a ser anunciado para poder
ingresar al comedor.
—Buenos días, Cecil —saluda el doctor Duarte—.
Buenos días Elizabeth.
—Buenos días para usted también —responde Cecil—. Por favor, pasa y siéntate con nosotras.
—Eres muy amable, Cecil —agradece el doctor
Duarte tomando asiento en una de las sillas alrededor de la fina mesa de madera
pulida ubicada en el centro del amplio comedor.
—Dígame doctor, ¿qué pudo hacer con el caso
de Zoe?
—Bueno, tal como te dije ayer, fui a visitar
al jefe Sánchez a su oficina para plantearle la situación —explica el doctor
Duarte.
—Muy bien, y ¿qué dijo? ¿Nos va a ayudar? —pregunta
Cecil.
—Él dice que el caso es muy delicado, porque
la droga se encontró en la maleta de Zoe, pero que hará lo posible por evitar
que vaya a juicio —explica el doctor Duarte.
—¡Duarte! No me sirve que Sánchez haga lo que
pueda —exclama con molestia Cecil mientras golpea la mesa con los cubiertos.
—Mamá, tranquilízate, no te enojes de esa
forma —propone Elizabeth.
—Duarte, habla con ese hombre y dile que le
pagaré lo que me pida, pero que tiene que dejar libre a Zoe, estoy segura que
ella no tuvo nada que ver con esa droga —exige Cecil.
—Lo se Cecil, pero las pruebas que tiene la
policía incriminan demasiado a Zoe —asegura el doctor Duarte.
—No me interesan las prueba —replica Cecil—,
son muchos años de relaciones entre Sánchez y yo para que ahora me salga con
eso.
—Él está consciente de ese detalle y seguro
que encontrará una forma de sacar a Zoe, pero tenemos que tener paciencia,
debemos dejarlo que el haga su trabajo.
—Duarte, no puedes dormirte con eso —exige Cecil—.
Debes presionar a Sánchez y si él no sirve, entonces busca otro contacto que
funcione, pero saca a Zoe ya.
—Será como tú digas, Cecil —asiente el doctor
Duarte—. Ahora mismo voy a hablar con Sánchez nuevamente y te estaré
informando.
El doctor Duarte, que acababa de sentarse en
una de las sillas para disfrutar de un desayuno, vuelve a ponerse de pie y sin
intensiones de seguir discutiendo se retira rápidamente del comedor.
—Mamá, creo que fuiste demasiado dura con el
doctor Duarte —comenta Elizabeth—. Él
sabe lo que debe hacer.
—Yo sé que él sabe bien lo que tienen que
hacer, pero bastante dinero que le pago para que me haga las cosas rápidamente —replica
Cecil.
—Si logran sacar a Zoe de la cárcel, que
piensas hacer con ella —pregunta Elizabeth.
—Aún no sé, pero estoy segura de que ya no
podrá trabajar con nosotras.
—Es una lástima que le pase esto. Ella es buena chica.
—Lo sé, pero siempre se los digo... no pueden
manejarse solas... es muy peligroso.
El desayuno, a pesar de haber sido
interrumpido por las noticias traídas por el doctor Duarte, continuó hasta que
Elizabeth dice:
—Bueno mamá, me voy a la universidad, de
regreso pasaré por la clínica y pediré una cita para que te revisen.
—Está bien hija, dile a Oscar que te lleve en
el auto.
—No hay problema, mamá... yo puedo irme sola
en un taxi.
—Elizabeth, si decides irte sola en un taxi,
podrías decirme ¿para qué le pagamos a Oscar y sus muchachos en esta casa?
—Está bien mamá, le pediré a Oscar que me
lleve a la universidad —acepta Elizabeth con desagrado.
* * *
Un poco más tarde, Elizabeth sale de la casa
y en el jardín se cruza con Oscar, a quien le dice:
—Oscar, podrías llevarme a la universidad,
por favor.
—Claro, ahora mismo la llevo, señorita
Elizabeth.
Ambos caminan hacia la calle y al llegar
frente a un auto de color plata, Oscar se adelanta y abre una de las puertas
traseras para permitir que Elizabeth ingrese.
Poco después, Oscar aborda el auto por la puerta del conductor y lo pone
en marcha, desplazándose lentamente por la calle hasta llegar a la avenida principal
donde pone rumbo a la universidad.
Una media hora más tarde, Oscar detiene el
auto frente a la entrada de la universidad y rápidamente se baja para abrirle
la puerta a Elizabeth.
—Señorita Elizabeth, ¿desea que la venga a
buscar? —pregunta Oscar.
—No es necesario, Oscar... yo no estoy segura
de a qué hora estaré libre, así que me iré en un taxi.
—Bien señorita, de todas formas puede
llamarme y yo vendré por usted. Recuerde
que a Madame Cecil no le gusta que usted ande sola.
—No te preocupes Oscar, yo no soy una niña.
Elizabeth se despide con una sonrisa y camina
con paso firme hacia la entrada de la universidad. Oscar, siguiendo las instrucciones de Cecil,
espera hasta que ella ingrese al recinto antes de emprender el regreso a casa.
Un poco más tarde, cuando van a ser las 3:00
de la tarde, Elizabeth sale de la universidad y toma un taxi en la calle,
pidiéndole al chofer que la lleve a la Clínica de la Esperanza.
En tan solo unos minutos, Elizabeth ha
llegado a la clínica y sin perder tiempo ingresa y se dirige a la recepción.
—Buenas tardes, quisiera programar una cita
con el doctor Escobar —expresa Elizabeth.
—¿Para cuándo le serviría la cita? —pregunta
la joven recepcionista.
—Lo antes posible, por favor.
La joven teclea algunas cosas mientras busca
decididamente en la computadora hasta que un minuto más tarde dice:
—Señorita, lo más cercano que puedo asignarle
la cita es para dentro de doce días.
—¿Doce días? —pregunta Elizabeth.
—Así es, el doctor Escobar saldrá a una
conferencia por unos días y regresará para esa fecha —explica la joven.
—Bien, entonces no queda otro remedio que
esperar a que regrese.
—¿A nombre de quien coloco la cita?
—Cecil Garnier, por favor.
—Muy bien, entonces su cita está programada
para el próximo día 19 a las 2:00 de la tarde —indica la joven.
—Gracias, señorita es usted muy amable —agradece
Elizabeth al tiempo que se retira del mostrador y se dirige a la salida.
Ya en la calle, Elizabeth detiene un taxi y
luego de abordarlo, le pide al chofer la lleve sin demora hasta su casa en la
Urbanización Lomas del Este.
* * *
Ya de regreso en su casa, Elizabeth se reúne
con Cecil, su madre, para comunicarle lo relacionado a la cita médica. Mientras espera para hablar con ella, escucha
la conversación que en ese momento mantiene por teléfono con alguien que ella
presume es el doctor Duarte. Claramente
se escucha como Cecil acepta una propuesta e instruye a esa persona y le ordena
que pague lo que sea necesario. Al
terminar su conversación y colgar el teléfono, Cecil se dirige a su hija.
—Discúlpame corazón, pero no podía cortar la
llamada.
—No te preocupes mamá, ¿Era el doctor Duarte?
—Si... al parecer logró convencer a las
autoridades de que dejen libre a Zoe.
—Qué bueno, mamá.
—Será bueno que esté libre, pero nos ha
costado mucho dinero sacarla del problema.
—¿Qué tanto, mamá?
—No quiero abrumarte con esas cifras, hija...
solo confórmate con saber que ha sido mucho dinero.
—Bien, te comunico que ya te conseguí la cita
con el doctor Escobar, pero hay que esperar a que regrese de un viaje.
—¿Y cuánto debo esperar?
—La cita es para el próximo 19, no pude hacer
nada más.
—Está bien, hija... llevo meses con este
dolor, unos días más no creo que me vaya a hacer más daño.
En ese momento suena el teléfono que se
encuentra sobre el escritorio y Cecil interrumpe la conversación para atender
la llamada.
—Señor Maestre —saluda Cecil—. Cuanto tiempo
sin saber de usted... Muy bien señor, envíeme la dirección por correo
electrónico y mis chicas estarán allí sin falta.
Luego de un corto intercambio de palabras y
una formal despedida, Cecil cuelga el teléfono y anota algunas cosas en la
agenda que siempre está abierta sobre el escritorio.
—¿Un cliente? —pregunta Elizabeth.
—Así es, hacía mucho tiempo que no llamaba —comenta
Cecil.
—¿A quién vas a enviar?
—Está pidiendo tres acompañantes que hablen
inglés para esta noche, así que deberán ser: Galia, Eva y Kim.
—Entonces te dejo para que ordenes tu
negocio.
—Gracias hija, luego seguimos hablando.
* * *
Un poco más tarde, cuando van a ser las 8:00
de la noche, Cecil se encuentra reunida en la sala con tres hermosas jóvenes,
todas elegantemente vestidas a las que da instrucciones y recuerda el
compromiso que cada una tiene con ella.
—Recuerden chicas que ustedes son damas de
compañía, ninguna está obligada a tener relaciones con los clientes —expresa Cecil
con mucho carácter.
—Si Madame, no se preocupe, no tendrá queja
de ninguna de nosotras —confirma una de las chicas.
—Kim, por el amor de Dios, espero te
comportes y no vuelvas a golpear al cliente si se propasa contigo —pide Cecil.
—Pero Madame, ¿qué debo hacer en ese caso? —pregunta
la joven.
—Hija, hay muchas maneras de calmar a un
hombre, sin tener que llegar a los puños, recuerden que ustedes son unas
damas... con dejarle caer una bebida en el pantalón les aseguro que se
tranquilizará.
—Está bien, Madame... haremos lo que usted
dice.
—Ahora vayan, díganle a Oscar o a uno de los
muchachos que las lleve.
Las tres hermosas jóvenes salen de la casa y
se dirigen al jardín en donde las esperan los guardaespaldas para llevarlas
hasta el sitio de encuentro.
Poco menos de una hora más tarde, el auto en
donde viajan las chicas de Cecil se estaciona frente a una mansión. Las chicas
bajan del auto y se acercan a la puerta que se abre sorpresivamente y un hombre
aparece frente a ellas.
—Ustedes deben ser las chicas de Madame Cecil
—pregunta el hombre.
—Así es —responde una de las chicas.
—Excelente, por favor síganme, las están
esperando.
El hombre camina por un pasillo de la casa
hasta un gran salón en donde se encuentran reunidos tres hombres alrededor de
una mesa.
Las chicas llegan ante ellos y se presentan
como es costumbre, pero uno de los hombres les dice:
—Por favor chicas, yo soy Alberto Maestre y
mis amigos no hablan español, solo inglés.
Las chicas entienden de inmediato la
situación y tomando asiento, cada una en una silla, inician conversaciones con
los anfitriones, que quedan sorprendidos, tanto por la belleza de cada una de
ellas como por la fluidez con la que hablan el inglés.
A pesar de que el ambiente reinante es muy
provocativo, las chicas mantienen su personalidad y recuerdan las indicaciones
de Cecil, por eso cuando uno de los anfitriones que parece haber tomado
demasiado intenta poner su mano en la pierna de una de ellas y deslizarla hacia
las zonas íntimas, esta rápidamente hace un gesto a tomar el vaso de la mesa y
tropezando con el otro que estaba a su lado, lo deja caer, bañando por completo
los zapatos del hombre que de inmediato cesa en sus pretensiones.
La reunión se ha desarrollado durante toda la
noche, de manera perfecta y cuando van a ser las 3:00 de la madrugada, los dos
norteamericanos indican que se sienten muy cansados y deben regresar a su hotel
para descansar, dando por terminada la velada y agradeciendo a las chicas su
agradable compañía.
Una vez culminada la reunión, el propio señor
Maestre acompaña a las chicas hasta la puerta de la casa desde donde se puede
ver al guardaespaldas que las esperaba en la calle, recostado del auto.
—Chicas, denle las gracias a Madame Cecil de
mi parte —expresa el señor Maestre.
—No se preocupe, puede estar seguro de eso —dice Kim.
* * * * *